Tercera parte: Dos esperanzas
Guillermina y Boris no lo visitaron ese domingo. Era el cumpleaños de la abuela y la familia completa de la joven estaba reunida. Se trataba de un grupo familiar muy grande, así que se juntaban en la casa de una tía porque su patio trasero era inmenso. La mujer vivía en un pueblo cercano.
La adolescente no
fue a verlo pero pensó en él. Esa persona tenía una historia y ella se propuso descubrirla.
Iría a la biblioteca pública y a la
escuela porque eran los lugares que fueron abiertos primero por el fundador del
pueblo, le seguiría la capilla y el edificio comunal. Esperaba tener la suerte
de encontrarse a algún anciano que haya vivido toda su vida en el pueblo, su
papá le dijo que recordaba a dos hermanos,
no los veía hace mucho tiempo y dudaba de que aun existieran.
La fiesta de la
abuela Norma fue divertida. Cumplió setenta y cinco años ese día y seguía bailando,
riendo y apreciando la vida como antes. Algunas personas son jóvenes por siempre,
esta señora es el mejor ejemplo. Al día siguiente tenía un examen en la escuela,
el primero de varios. Estaban en noviembre y las clases finalizaban el dos de diciembre.
Decidió posponer su investigación y dedicarle las tres semanas que le quedaban
al mes a la secundaria, llevarse materias no era la idea.
En sus ratos
libres escribía historias en el cuaderno que le había regalado Damien. Para Guillermina
escribir era terapéutico, desde niña lo hacía.
Guardaba sus escritos en un baúl, se trataba de hojas sueltas, diarios y
cuadernillos que nadie había leído jamás. No se creía lo suficientemente capaz y pensaba que escribía mal, le avergonzaba que
alguien lo leyera. Damien leía el cuaderno porque tenía la misma magia que la
carta dorada, lo había forrado con el mismo tipo de papel.
El siguiente sábado
Boris y su dueña salieron a pasear. Visitaron la casa por tercera vez y le
alegraron la mañana a Damien. Guillermina recorrió la casa buscando pistas y encontró
una foto familiar que mostraba a una
pareja joven junto a su pequeño hijo y a su perro. Sus abuelos tenían algunas
fotos de ese estilo que habían heredado de sus bisabuelos, tener cámara de
fotos propia era costoso en aquella época, así que las familias contrataban un fotógrafo
para que vaya a su hogar o iban a su estudio. Esa imagen había sido tomada en
el jardín, reconoció los arboles del fondo y los que se ubicaban detrás de
ellos porque el actual muro no estaba. Podría ser de 1900 o anterior, conocer
la historia de esa familia sería complicado, pero por suerte los vecinos
cercanos tenían descendientes que se quedaban en el pueblo todo el verano.
En el jardín había
una tumba, la cruz decía “Aquí descansa Beethoven, mi adorado amigo”.
Interpreto que Beethoven era el perro de la foto u otro animal, ningún humano podría
tener ese nombre de pila. La joven estaba en lo cierto, la única mascota que Damien
tuvo fue ese perro. Apuntaba todo en un anotador y el invisible propietario entendió
la finalidad de esa visita enseguida. La chica quería conocerlo y él deseaba
ser visto de algún modo, así que se propuso dejarle pistas.
El pequeño Boris
amaba a Damien, mientras Guillermina investigaba cada rincón de la casa el
animalito jugaba con el propietario en la habitación principal. Beethoven era tres veces más grande que Boris,
cuando era niño lo consideraba un gigante. Escribió un cuento para él, lo había
titulado “Mi gigante favorito”. Lo iba a buscar, quería que la chica lo leyera.
Por una inexplicable razón sabia no le avergonzaría que ella lea sus palabras,
era la segunda vez que le ocurría. El único que lo hacía era Julio, su jefe.
Saber que
alguien se interesaba por su historia era lo mejor que le había pasado en
muchos años. No se sentía tan invisible cuando recordaba que Guillermina y Boris
dedicaban parte de su tiempo para visitarlo.
La vida tenía color otra vez, se sentía
una persona de nuevo. La esperanza regreso.
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