Primera parte: La carta dorada
Lunes otra vez. La alarma sonó y ella abrió los ojos. Hora de desayunar.
Un nuevo lunes
odioso, idéntico a todos los lunes que siempre quería evitar porque nunca
despertaba para irse al empleo que deseaba. Ese al que aspiramos todos, vivir
dignamente haciendo el trabajo que amamos de verdad. Solo algunos pocos pueden
darse ese lujo, pensaba Génesis.
Génesis había
estudiado Letras. Le sorprendía la capacidad infinita de comunicar y transmitir
que tiene el lenguaje, también apreciaba su lado creativo e innovador. Creía
que el mismo es una herramienta para la vida y una forma de expresión artística
a la vez. Además funcionaba como complemento de las creaciones humanas, por ejemplo las melodías con letras, las obras
plásticas que incluyen escritos como el arte de los egipcios, las caricaturas, etc.
Adaptable a cualquier momento y situación, el compañero ideal para expresar lo
que sentimos.
Escribía
historias, reflexiones, poesías y a veces obras de teatro pero no ganaba dinero
por ello. Su inseguridad llegaba a niveles tan altos que ni siquiera se atrevía
a publicarlos en Medium. Pasaba sus tiempos libres escondida en su mundo y rara
vez socializaba, tenía pocos amigos pero no le importaba porque esas personas
maravillosas eran la familia que había elegido. Sus gatitas se llamaban Hedy y
Louise en honor a sus actrices preferidas y las tres habitaban un monoambiente
pequeño, el único espacio que podía alquilar con su sueldo, pero estaba en paz
y valoraba la privacidad que tenía. No era millonaria pero poseía un lugar para
vivir y sus necesidades básicas estaban cubiertas, eso era algo inmenso y hacía
sentir privilegiada.
Acabo su
desayuno, se vistió para ir a la oficina, tomó su mochila, su abrigo y la tarjeta de colectivo. Fue caminando
rápidamente hasta la parada porque hacía mucho frio y la hora en la que el
transporte solía pasar estaba muy cerca. Subió al 138, la imagen era la de
siempre, lleno de gente y con el mínimo espacio para acomodarse. Todo normal,
nunca cambia nada, se dijo a sí misma.
Definirse como
persona feliz era un engaño porque nunca
se había percibido de esa forma. Se pudo aproximar, pero experimentar la
sensación por completo era un
sentimiento desconocido. Su infancia fue hermosa por un tiempo breve y la
adolescencia había sido espantosa. Siempre fue diferente, amaba leer y escuchar
la música de bandas que nadie en su grupo escolar conocía, hablaba poco y su
timidez le ganaba constantemente, solían reírse mucho de ella. La facultad fue
un poquito mejor, allí conoció a sus amigos, descubrió el amor (y el desencanto
del desamor) y a personas parecidas a ella, amaba sentirse
aceptada y gozar del respeto de sus pares, nunca le había pasado antes. Los
monstruos, como acostumbraba llamar a sus traumas y problemas seguían allí,
pero cuando dejo de estar tan sola sus voces se oían menos.
El viaje hasta
el edificio de su jefe aparentaba ser igual a todos los demás. Personas
subiendo y bajando del colectivo, olores indeseables, desubicados que escuchan música sin auriculares, niños haciendo
berrinches…pero la vio. Detrás de un asiento había un sobre blanco, lo abrió y
dentro del mismo hallo una carta dorada. Fue inexplicable lo que vieron sus
ojos, el papel estaba vacío de palabras pero brillaba como un sol. En el centro
de la hoja había un ojo impreso. Lo guardo en su mochila y descendió, advirtió
que faltaban pocos minutos para el
horario de ingreso de su trabajo y
odiaba llegar tarde. Seguía pensando en la carta que había encontrado mientras
caminaba frenéticamente.
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